«No es fácil, lo sabemos, encontrar palabras lo bastante encumbradas y excepcionales, el lenguaje que haga justicia a la belleza extremada, quizá tendría que improvisarse uno cada vez, un lenguaje que arda y desaparezca en un único uso. Pronunciar la palabra jamás oída y que al instante se convierta en ceniza en nuestra lengua, y nunca más se sepa. Anabel, en fin, se había recogido el pelo en un moño que parecía, solo parecía, improvisado, y dos mechones se descolgaban por su sienes cayendo en tirabuzón y acentuando la desnudez del cuello, de los hombros que brillaban como cumbres distantes o intocables.»