«No volvió a mirarme cuando se alzó, después de haberse dejado aplastar, imponer, de arrasar el deseo con que la busqué y hacer que el suyo estallara contra mi pecho. Aun así, pude ver en sus ojos el frío, cierta oscuridad… sólida. La tristeza, puede ser, de quien abandona no vencido, sino hastiado. O tal vez fuera sólo mi tristeza, la que tomó mi cuerpo cuando ella lo desocupó. No lo sé, pero mientras se abotonaba la blusa, mientras reajustaba su falda, parecía estar deshaciendo el trayecto de un callejón sin salida. El mismo de siempre, sí, pero con la rabia aumentada, la decepción más amarga, más confusa. Con una furia que avanzaba helándole el rostro. Recuerdo que yo la miraba todavía quieto —pura ceniza— y ahora imagino el dolor de los cascotes en su espalda, moratones quizá, rasguños en los codos. Sus codos de adolescente siempre sucios. Y siempre heridos.» (del cuento «La escombrera»)